miércoles, 9 de marzo de 2011

Tadeus Lempzkit

Aquel era un día nublado. El hombre caminaba con rapidez debido a la amenaza de lluvia, aún así no perdía su clásica elegancia al caminar. Se dirigía al café “Mercredi” donde era frecuente verlo; siempre pedía un expresso y apenas lo tocaba. Nunca estaba más de 30 minutos y nunca había hecho el intento de entablar una conversación con algún otro comensal. Se dedicaba a leer la sección “Finanzas” del diario donde constantemente fruncía el seño. Cuando acababa de leer cerraba el diario, le daba un último sorbo a la taza casi intacta, dejaba unas cuantas monedas y se iba. Era un hombre frío, y solo.

                Esta solía ser parte de su rutina diaria, y ella lo sabía. Sin embargo, ese día, mientras leía, una fuerte lluvia cayó sobre la ciudad de París y no paró sino hasta varias horas después.

-¡Merde! –maldijo el hombre mirando la tupida precipitación desde la gran ventana del café, aún así, nadie lo escuchó, salvo ella quien lo estaba mirando son que él se percatara de esto.

                Ella siempre lo veía, todos los días, desde lejos. Lo amaba. No le importaba su gelidez, ella así lo quería. Un día coincidieron en el café y al darse cuenta de que él siempre regresaba, ella no dejó de asistir. No sabía su nombre, ni su edad, sólo que trabajaba en una agencia de negocios y esto para ella era suficiente. Durante muchos días imaginaba que él se acercaba a su mesa y se presentaba; sin embargo, el enigma de su personalidad acabó por desechar esta idea.

                Ella era una gran pintora; el arte era su pasión y se esmeraba en hacer una obra mejor que la anterior. El día que decidió retratarlo, su vida dio un giro muy importante. Desde ese momento cargaba siempre con ella su material de trabajo. Hojas y lápices la seguían a todos lados y siempre eran usados para retratar a la misma persona, a él. Cada vez lo dibujaba en diferentes posiciones, según como estuviera, y al llegar a su casa, intentaba juntar todos esos bocetos para crear una misma figura. Tenía pensado dibujarlo de negro, con sombrero, guantes y en un día nublado; ya que creía que esto reflejaría su elegancia y su frialdad al mismo tiempo.

                Pasó mucho tiempo y el cuadro estaba quedando magnífico, sólo que en el momento de culminar su obra se percató de un detalle, hasta ahora, insignificante. Cuando ella lo observaba, no había fijado que nunca le había visto la mano izquierda, ya que con ésta sostenía el diario y era éste mismo el que le tapaba su visión.

                Aquel era un día nublado, en la casa de ella estaba el cuadro casi terminado; un elegante hombre vestido de negro increíblemente guapo, con una expresión de frialdad e impaciencia que mostraba el carácter del modelo, sosteniendo con una mano deforme y abstracta un sombrero de copa.

                En la calle, el cielo vertía su plata líquida en forma de lluvia, esta plata golpeaba el cristal del café Mercredi

-¡Merde! –dijo un comensal, quien sin saberlo se había convertido en una obsesión silenciosa. Y, a unas mesas de distancia, estaba ella. Lo miraba como siempre, pero esta vez intentaba observar esa mano que le faltaba a su obra.

-¡Merde! –había dicho el hombre, y cerrando violentamente el diario, arrojó unas monedas y salió del lugar. Todos los clientes del café lo miraron y ella, apresuradamente y sin saber bien el porqué, también salió del lugar para alcanzarlo. La lluvia arreciaba cada vez más.

-¡Monsieur! –gritaba la chica

-¡Maldita sea! –exclamaba el hombre

-¡Monsieur! –volvió a gritar

-¡Aléjese! –le respondió y cruzó la calle. Ella no entendía cual era su molestia

-Monsieur por favor…

-Maldición ¿qué? –dijo el hombre parándose a media calle

-Ammm… yo… Monsieur…

-¡Diga de una vez! –exclamó con molestia, y su boca se selló para siempre. Un automóvil venía derrapando desde una calle antes y al ver al hombre no pudo detenerse. Un seco golpe se escuchó y luego, silencio.

-No… -fue lo único que ella dijo.

                Poco a poco fueron llegando varias personas conmocionadas por el hecho, después llegó la ambulancia del Hospital Les Innocents para anunciar la defunción del sujeto.

                Aquel era un día nublado y la lluvia no paró sino hasta varias horas después. Ella estaba en su casa mirando  en la ventana, a su espalda estaba esa magnífica obra, antes maravillosa, hoy dolorosa. La gente corría en la calle para resguardarse de aquella precipitación. Ella miró al cielo, él compartía su dolor y lloraba junto con ella.

[Inspirado en el cuadro del mismo nombre de la pintora Tamara de Lempicka]