lunes, 29 de marzo de 2021

Shhh...

 Es de mañana. Qué ganas de no haber despertado. Otro día más para sobrevivir, ojalá que sea el último.

Cuando alguien me conoce se enorgullece de "mi valentía", de "mi coraje", de "mis ganas de vivir", de que "soy un luchador". Luego se alejan y a los 5 minutos ya me olvidaron. Pero los de aquí no me olvidan ni piensan que soy valiente o un luchador. Les doy lástima, les provoco repulsión, soy un ejemplo de cuando la naturaleza se equivoca, soy la vergüenza de mamá.  Mi madre... Antes era más fácil. Cuando era pequeño, mi madre me cargaba y salíamos a pasar a donde hubiera más gente. Ahí, las personas se compadecían de ella y de mí y le daban ánimos y palabras de aliento. Mi madre lloraba al platicar lo difícil que era la vida y agradecía las muestras de cariño. A veces nos daban comida o juguetes. Mi madre lloraba más y lo agradecía como si no existiera algo mejor en el mundo que eso. No teníamos carencias, no necesitábamos la caridad. Mi madre sólo quería ser el centro de atención, sólo quería sentir la alabanza y aprobación de los demás... Cada día de mi infancia fue igual: paseos, lágrimas y compadecimientos eternos. Luego cambió.

Crecí. Pasé de ser "un pobre niño con el que la vida había sido muy injusta" a un adulto desagradable de ver. Mi aspecto ya no provocaba lástima sino rechazo, la gente ya no se acercaba, simplemente fingía no verme. Yo ya era demasiado pesado para que mi mamá me cargara y, el hecho de "caminar" era todo un espectáculo propio de un circo de extraños, un "fenómeno" como tantas veces me gritaron. Dejamos de salir. Mi mamá me odió. Le arrebaté ser el centro de atención. Qué vergüenza que la gente dijera que tiene un hijo "mal". Mejor fingir que no existo. Mejor dejarme en casa y esperar a que las personas se olvidaran de mi aspecto. Entonces sí compadecían a mamá pero sin la incomodidad de tenerme a un lado, de estar viéndome.  Mamá volvió a salir todos los días, yo ya no.

Sus paseos me daban la calma de no sentirme señalado al menos un rato, de olvidar mi aspecto y mi condición... ¡Pero yo tenía reglas!: No abrir la puerta a nadie ni intentar responder si llegaban a tocar (como si pudiera). Jamás contestar el teléfono. Evitar hacer ruidos para que los vecinos no me escucharan (para evitar recordarles que en el departamento de al lado, o de arriba, o de abajo vivía alguien como yo). Nunca mirar por la ventana... Al inicio fue complicado, tenía que fingir que yo no existía para poder ser yo; después, con los años me acostumbré a ser un mueble más, o como una planta, o como ese montón de cosas viejas que ya no se quieren pero no se sabe qué hacer con ellas, ése era mi rol, lo inservible amontonado en una esquina, llenándose de polvo. Durante todo ese tiempo obedecí cabalmente las reglas de mamá, todas excepto una: mirar por la ventana.

El departamento estaba en el último edificio de la unidad y una ventana daba hacia el fondo. Ahí pasaban mis dos (únicas) cosas favoritas: el estacionamiento y el Rufián. El estacionamiento era un cuadro de cemento desgastado donde todos guardaban su coches de la peor manera posible, era todo un pasatiempo y espectáculo: los que llegaban antes agarraban buen lugar y los últimos carros se quedaban en la salida, bloqueando el paso. Cada mañana había una serie de gritos entre los vecinos que querían salir y los que no querían ir a moverse; cuando los gritos ya no servían, entonces tocaban el claxon  y cada toquido era un grito desesperado de un vecino exigiendo, suplicando, que fueran a mover lo que les estorbaba para que pudieran salir de ese cuadro de cemento tan desgastado y horrible, para que pudieran ir a donde quisieran sin que nadie los detuviera...

Lo segundo era el Rufián. El Rufián era un hombre que frecuentemente llegaba al estacionamiento con sus amigos, tomaban cerveza y jugaban futbol. La cerveza y el futbol nunca me interesaron, pero el Rufián sí que me interesaba. Alto, delgado, brazos y piernas firmes, su piel bronceada por las innumerables tardes jugando... el Rufián. Era famoso. Jugaba bien. A veces iba con una mujer, cada cierto tiempo la mujer cambiaba, pero el Rufián seguía igual de atractivo. El Rufián. En otra vida me habría asomado, le habría preguntado si podía jugar con ellos, me habría hecho su amigo, lo habría visto de cerca, lo habría abrazado al anotar un gol... en otra vida. Ni el Rufián ni sus amigos eran "bien vistos", todos decían que eran unos "buenos para nada" (seguro de mí también decían lo mismo).  Cada tarde que llegaban el Rufián y compañía pasaban horas en el estacionamiento, hasta que anochecía y los carros comenzaban a llegar, entonces el grupo jugaba un último partido y se iba mientras los vecinos les reclamaban o les insultaban; el Rufián respondía con la misma grosería para irse y regresar al día siguiente. Si el partido estaba bueno entonces no se marchaban hasta que acabaran, así que los vecinos comenzaban con los claxon para hacer notar su enojo, su frustración y su desesperación.

Un día se comenzó a arreglar el estacionamiento, se amplió y cada vecino tuvo su propio espacio, ya no más embotellamientos. También se colocó una reja y el Rufián y sus amigos ya no pudieron entrar, se quedaron afuera y poco a poco dejaron de venir. Sin el Rufián se acabaron las latas de cerveza en el piso, los balonazos en las ventanas de los departamentos de abajo y las risotadas de borrachos. Todo parecía estar en calma. Se fue el tetris del estacionamiento y se fue el Rufián. Se fueron mis pasatiempos, mis gustos, las pocas ganas que me quedaban de vivir.

Con estas nuevas remodelaciones en la unidad, los vecinos se hicieron más amistosos y comenzaron a convivir más entre ellos: organizaban paseos de fin de semana y reuniones los viernes en la tarde. Mamá se puso más insoportable, quería unirse a ese círculo y no podía por mi culpa, me gritaba que le había arruinado la vida. Ya no me quería en su casa, quería que me fuera con mi padre (¡¿?!  ¡No lo conozco! ¡No sé quién es! ¡Nunca me lo dijiste! ¡Ni siquiera puedo moverme!). Me arrojaba cosas, me empujaba, llegó a lastimarme. Comenzó a ausentarse en el departamento. Me dejó (más) solo. Caí al fondo de mi espiral infinita. Lloraba todos los días. Rogaba por oír una pelea en el estacionamiento, una risa del Rufián, el sonido de mi corazón deteniéndose... ¿Por qué todo dolía tanto?


Una vez, se volvieron a escuchar toquidos de un claxon, de esos toquidos asfixiantes, que piden ser escuchados a kilómetros a la redonda; esos toquidos que exigían con tanta súplica el paso libre, el fácil acceso, el libre movimiento, la libertad. Los vecinos salieron a ver qué pasaba y no encontraron nada, no había autos estorbando ni el Rufián estaba para impedirles el paso, por lo que se metieron contrariados a sus hogares esperando que el ruido se fuera. A ningún vecino se le ocurrió preguntar que pasaba. A ningún vecino se le ocurrió ver hacia arriba. A ningún vecino se le ocurrió que ese claxon no venía de un auto, sino de otro lugar.

De mí, por ejemplo.